Sol, en tres años que lleva abierto el bar, no ha faltado un solo día a tomarse su café con leche con dos sobres de azúcar. Yo creo que el hecho de tomara tanto azúcar había configurado su carácter, ya que jamás, en todos los años que llevo trabajando como camarero, encontré a una persona más dulce y cariñosa que ella.
Le encantaba leer , así que cada tarde llevaba su novela y pasaba las horas totalmente abstraída del mundo en su mesa preferida, la de la esquina izquierda, la única mesa libre de miradas indiscretas.
Ella era joven, no llegaba a la segunda mitad de la veintena. Y, entre la poca edad que tenía y la poca altura que ostentaba, hacía crecer en mí el instinto paternal que nunca tuve. Claro, que eso mismo era lo que les había pasado a sus padres, pero con ella. Ellos estaban totalmente comprometidos con la sociedad, tan comprometidos que ni una hija pudo vencer su compromiso. Lo único bonito que hicieron por ella fue ponerle aquel nombre.
Le encantaba bailar. No podía evitar cada mañana, al levantarse, poner un disco de la casa azul a todo volumen y ponerse a dar saltos como una descosida mientras se fumaba el primer cigarro de la mañana. No fumaba mucho, pero ese cigarro era imperdonable. Insegura y pintoresca, Sol siempre utilizaba leggins. De todos los colores, le chiflaban. Al igual que siempre le encantó ayudar a los demás. Pero nunca se ayudó a ella misma.
Siempre sonreía, diez horas al día mantenía su increíble ternura reflejada en su rostro. Pero, al llegar a casa, ya no era lo mismo.....