viernes, 15 de mayo de 2009


Cabizbaja y encorvada jugaba con su dedos mientras el humo del café se evaporaba como las horas. Ojerosa e intranquila se enfrentaba al frío abismo en el que se encontraba. Sentía tantas cosas, que al final llegó el vértigo. Y, a pesar de que cada día salvaba la vida a decenas de personas, no supo que hacer con la suya.

El tiempo era un puñal afilado y la vida no era más que una espiral inacabable de agonía. Sus piernas temblaban al incesante ritmo de la cafetera mientras que sus manos se retorcían en sus cabellos buscando un poco de luz entre tanta tiniebla.

Sus manos, descuidadas y en carne viva, se aferraban al vaso haciéndolo estallar. Y, a la misma vez, estallaba su interior en amargas y putrefactas lágrimas de ansiedad. El miedo paralizaba su cuerpo y hacía mucho tiempo que la energía se había quemado junto con su última sonrisa.

Nunca hablaba con nadie hasta que un día se quedo hasta la hora del cierre. Cuando todo el mundo había salido, me miró fijamente mientras se desmoronaba sobre el suelo que, junto a ella, lloró postrado a sus pies.

Le levanté y le abracé. Y juntos pasamos la noche abrazados. No hubo palabras, suspiros o palabras de ánimo. A las 6:45 de la madrugada, Manuela se incorporó, se colocó la sucia falda negra y por fin, se volvió a lanzar a la vida.

Lo que más recuerdo de esa noche fue su última mirada, la fragilidad se había consumido....